Después de los 15,000; la cuenta sigue...

viernes, 2 de abril de 2010

La Pasión a la mexicana, según versión de Leñero

El evangelio de Lucas Gavilán. Paráfrasis del Evangelio de San Lucas.


Vicente Leñero.

Camino del Calvario. La Crucifìxión. Jesús en la cruz ultrajado. El “buen ladrón”. Muerte de Jesús. Después de la muerte de Jesús (23, 26-49)

Lo sacaron de la celda, alguien le robó su chamarra, y a empujones lo metieron en una camioneta panel. Era otra celda más, rodante y sucia. La única luz le llegaba por un par de ventanillas enrejadas, abiertas en la parte superior de las puertas traseras.
Con Jesucristo viajaban dos presos y dos policías uniformados, uno de éstos chimuelo. Los cinco iban sentados sobre el piso trepidante.
Apenas la camioneta se puso en movimiento, el preso que tenía el cabello hasta los hombros preguntó al policía chimuelo:
-¿A dónde nos llevan mi cabo, se puede saber?
-A la chingada -respondió el policía.
El compañero del preso, un hombre chato de piel cetrina, soltó una risotada y comentó con sarcasmo:
-Cómo ha progresado la educación de la autoridad, ¿no te parece?
-Cállese pendejo -gritó el policía amagando con el puño un golpe que no tenía intenciones de lanzar.
-No se enoje, mi cabo.
- ¡Cállese!
La tos de Jesucristo llenó el silencio provocado por el grito del policía. Desde que estaba en la celda de la procuraduría de Toluca había empezado a sufrir aquellos accesos interminables: parecía como si de un momento a otro fuera a arrojar las vísceras y el alma misma; terminaba ahogándose, sangrando por la boca, sacudido por los escalofríos. Después: la respiración jadeante, fatigosa.
-Carajo compañero, se está usted muriendo -dijo el de la piel cetrina-. ¿Pues qué le hicieron?
-¿No ves, buey? -dijo el del pelo largo-. Trae una madriza de días, ¿o no?
Jesucristo asintió tratando de sonreír.
-Por ésas tú nunca has pasado m’hijo -continuó el de pelo largo.
-Tú qué sabes.
-Bueno, yo no. El día que me chinguen así me cai que me muero.
-Son unos hijos de su pelona.
-No saben lo que hacen -dijo Jesucristo.
Seguramente circulaban por una calle de mucho tránsito porque la camioneta frenaba a cada rato y por momentos se mantenía largo tiempo inmóvil. El ruido de autos y camiones, algunas veces, silbatazos, gritos, llegaban hasta el cajón de la panel como desde un mundo lejano al que los prisioneros tardarían en regresar, o no: a lo mejor no verían nunca más las calles, los edificios, los parques, los mercados, la gente moviéndose en libertad.
El hombre del cabello largo se había soltado a hablar como una tarabilla. Contaba a Jesucristo cómo se asoció con su compañero para dedicarse al robo, y cómo los agarraron al mes de iniciado un negocio que pintaba muy bien: asaltaron una gasolinería, y cómo uno de los empleados se resistió a lo tarugo, se lo llevaron por delante de un balazo. No era la primera vez que estaban presos; cada quien por su lado y en su tiempo habían pasado desde muchachos por tribunales para menores, correccionales, cárceles. El de la piel cetrina tenía tres muertes en su contabilidad y él solamente una; ahora dos con la de ese buey, dijo sonriendo.
-¿Y tú? ¿A ti por qué te agarraron, qué hiciste?
La fatiga impedía hablar a Jesucristo. Sudaba a chorros y los accesos de tos se le presentaban cada vez más seguido. Meneó la cabeza en lugar de responder al del pelo largo.
-¿Cómo te llamas? -preguntó éste.

-Jesucristo Gómez.

El de la piel cetrina peló tamaños ojos. Enderezó la espalda y dobló las piernas como escuadras, a la manera yoga:
-¿De veras tú eres Jesucristo Gómez‘? No me digas, carajo, mira qué cosa.
-¿Lo conoces? -preguntó el de pelo largo.
-Lo oí hablar una vez en Iztapalapa.. . Anduviste por Iztapalapa, ¿verdad?
Jesucristo movió afirmativamente la cabeza.
-Si me acuerdo rete bien.. . Pero no eres ni tu sombra, cabrón, qué jodido estás.
-¿Era merolico?
-Más o menos -dudó el de la piel cetrina.
-¿Y qué vendía‘?
-No, no vendía nada. Hablaba de justicia y de quién sabe cuántas chingaderas. Se soltaba duro contra las autoridades, ¿no es cierto‘?... Pero lo hubiera visto cómo hablaba de recio y de encabronado. Y la gente, pendeja como siempre, se quedaba con la bocota abierta nomás oyéndolo. Los dejaba lelos. ¡Puta, hasta a mí me impresionó!
-¿Y por eso te agarraron?
El de la piel cetrina no dio tiempo a que Jesucristo se esforzara en responder:
-Pero ya viste para qué chingaos te sirvió tanto discurso.
-Tú qué sabes -protestó el del cabello largo.
-Le sirvió para una pura madre, cómo no voy a saber.
¿No lo estoy viendo? A poco, no, Jesucristo: hablabas de salvar a los jodidos y ni siquiera tú te pudiste salvar.
Un acceso de tos más breve que los anteriores interrumpió al cetrino. Cuando Jesucristo se repuso, sus ojos se empanaron de lágrimas. A través de ellas miraba con tristeza II su compañero en desgracia.
-¿O todavía tienes esperanzas? -continuó burlonamente el cetrino-. Porque si todavía te sientes tan salsa como allá en Iztapalapa, a ver si te salvas de ésta y nos salvas a nosotros, ñero -soltó una risa.
-Deja de fregar -dijo el del cabello largo-. ¿Qué trais con él?
-Es que me chingan los redentores de los pobres.
-¿Por qué buey?
-Mira cómo acaban, por habladores.
-Si por eso acaban así, vale la pena -el del pelo largo miró cordialmente a Jesucristo-. Me cai que sí.
Por primera vez los policías se interesaban en la platica, aunque trataban de disimularlo. Sus ojos iban de uno a otro de los presos, de aquí para allá.
La camioneta llevaba como quince minutos detenida a causa de un embotellamiento de tránsito, al parecer. Se oían sonar cláxones y de cuando en cuando los gritos de los automovilistas enfurecidos. Con un arrancón repentino la panel reanudó la marcha, pero el recorrido no duró tres segundos: se freno de sopetón y el jalonazo derribo a los presos y a los policías.
El del pelo largo ayudó a sentarse de nuevo a Jesucristo.
Le dijo, muy quedo:
-Si de pura chingadera sales de ésta y tienes por ahí una palanca, no te olvides de mí.
Jesucristo lo miró:
-Tú te vas a salvar -dijo.
-Dios te oiga y nos salvemos los dos.
-Yo no, ya estoy en las últimas -hablaba como si fuera un fuelle, jalando aire-. ¿Y sabes qué me pesa‘?
Que tu amigo tiene razón: fracasé.
-No digas eso, ñero.
-Fracasé -repitió Jesucristo en el momento en que un borbotón de sangre escapó violentamente de su boca.
Se enderezó sobre las rodillas desesperado, ahogándose.
Con las manos crispadas se sujetó el cuello. Se tensaron sus músculos. Se puso tieso. -¡Dios mío ayúdame! -gritó por última vez Jesucristo, y cayó de canto como un chivo degollado.
Salpicados por la sangre los dos presos se lanzaron sobre su compañero. El del pelo largo lo levantó de los hombros mientras el cetrino gritaba a los policías:
-¡Muévanse cabrones! Se está muriendo, díganle al chofer.
Los policías se miraban entre sí desconcertados, no sabían qué hacer. Entonces el cetrino se puso a golpear la lámina que daba hacia la cabina.
-Párense, cabrones, párense.
No por los golpes, sino por un nuevo atorón en el tránsito de la calzada, la camioneta se detuvo. Uno de los policías abrió las puertas traseras, saltó a la calle y corrió hasta la cabina del chofer para avisarle que un preso se le estaba muriendo, se murió ya, quién sabe, no sé.
Fue cuando la calzada comenzó a trepidar. De momento muchos automovilistas no sintieron el temblor, pero cuando vieron a la gente despavorida, cuando los muros de un templo en construcción se vinieron abajo estrepitosamente, el púnico se hizo absoluto.
-¡Está temblando!
- ¡Terremoto!
Gritaba la gente por aquí y por allá. Salía corriendo por las calles. Grandes grietas se abrieron en el pavimento y de un automóvil escaparon los alaridos interminables de una mujer.
Otro muro se derrumbó.
Aprovechando el desconcierto y el miedo de los policías de la camioneta panel, el preso del cabello largo vio las puertas abiertas y salió huyendo a toda carrera. Su compañero quiso seguirlo, pero el policía chimuelo lo golpeó en la cabeza con la culata del fusil. Mientras el cetrino se derrumbaba conmocionado, la mirada del chimuelo tropezó con el cuerpo tendido de Jesucristo: tenía los ojos abiertos, grandes como pelotas, y su rostro se aplastaba sobre el vómito de sangre.
Se escuchaban cláxones, gritos, ruidos horribles.
Un balazo al aire, tardío, trató de parar inútilmente al preso del cabello largo.
-¡Se escapa!
-Se escapó, chingada madre -dijo el policía a su compañero cuando se acabó el temblor pero no el alboroto en la calzada y los alrededores.
El chimuelo no respondió. Miraba y miraba el cadáver de Jesucristo Gómez. Murmuró en voz baja, apenitas:
-Parece como si este tipo fuera no Sé qué.


Sitio de la revista Letras libres. Extraído el 1 de abril de 2010. http://letraslibres.com/pdf/408.pdf

No hay comentarios: