Buen día, Luna:
Ayer me sorprendiste. ¿Cómo crees que no? Si cuando te
acompañé a la puerta vi en tus ojos oscuros su color y algo más: el misterio de
algo que está por decirse y se calla.
Caminamos, al detenernos y verte de frente entendí quién se
esconde tras la máscara del rostro, la sonrisa y la mirada.
Me lo confirmaron tus palabras pues la seguridad con que me
hablabas de no sé qué cosas me enviaba otro tipo de mensajes que fui descifrando
poco a poco. No de ese día sino de otros en los que habíamos intercambiado
discursos, ideas, anécdotas.
Mientras oía el eco de tu voz, mis pensamientos se
confundían con el esfuerzo hecho por concentrarme en los sonidos de tus
palabras mientras surgían ideas, intuiciones sobre claves de tu personalidad,
firme y precisa. Serían las 5 de la tarde y el sol caía a las espaldas, detrás
de los árboles, en un mes como solo septiembre es.
Por momentos sólo acertaba a sonreír.
Preguntaste las razones de mi respuesta.
Inventé ideas porque no sabía exactamente de qué me
hablabas.
Tú respondías también con sonrisas a mi actitud casi
risueña, pero tus ojos, expresaban incredulidad y buscaban en mí quién sabe
qué, seguramente porque notabas la improvisación de mis respuestas. Esa tu
mirada escrutadora hacía que mi corazón se detuviera, que el aire permeara mi
piel y que esa gota de sudor que caía por mi sien, resbalara lentamente.
Recordé que había problemas y acerté a pedirte que actuaras
con el corazón en la mano porque solo el corazón sabe lo que se quiere y no
permite autoengaño alguno. Mientras, mi corazón te desnudaba porque tenía ya
varias certezas. Una de ellas, saber quién eres.
Nos despedimos, como otras veces y sentí tu cabello en mi rostro
al besarte.
Me prometí pasar más tiempo contigo.
Hoy lo hago y sé que podré quedarme contigo enternamente porque anoche,
después de encontrarnos con la policía, dejé las cadenas físicas de mi cuerpo.