Después de los 15,000; la cuenta sigue...

domingo, 2 de noviembre de 2014

Cuarenta y tres

Ayer fui a casa de Pablo.

No estaba, su mamá me dijo que había ido a la escuela, como todos los días, solo que esta vez salió un poco más temprano. Ella ni siquiera pudo verlo, ni hacerle su desayuno, ni siquiera un beso de despedida.
Quién diría que a veces uno no sabe lo que se pierde. De lo que vale la rutina y de lo importante que es decirle a mamá: hasta luego.

En el camino me encontré con las mismas personas de siempre, los que me saludan y los que no. Los niños que corren y empujan a quien se les atraviesen, las señoras que salen a limpiar la acera aunque el gobierno hace lo imposible por mantener las calles en destrucción constante. Dicen que están modernizando la ciudad, el estado, todo lo modernizan.
Pobre Pablo, se fue de noche, de madrugada, más bien. Pinche gobierno.

En la escuela encontré a nadie, estaba como muy ensimismada, sin gente y en silencio. ¡Qué raro!
De todos modos entré a ver si de casualidad había alguien por ahí. Por suerte, Magdalena me vio entrar y me alcanzó. “Ya estamos en la plaza” dijo gritándome.

Pude oírla y la saludé con alegría, Ella no sabía lo bonita que se veía ese día, toda de blanco, con su falda a la rodilla, que ella dejaba un poco larga, con su trenza de cola larga, negra su cabellera y grandotes sus ojos. Era nueva, aunque de inmediato se unió a la banda que se reunía para armar la revo… eso decíamos. Ahí pude conocerla.
Ella corrió a buscar a otros compañeros porque el camión partiría en breve.

No pude alcanzar a subirme, tan solo vi que partía.
Tampoco supe si estaba en el vehículo Pablo, ni si iba con los muchachos Magdalena.

Me quedé marcando en el celular a Pablo. La rutinaria y fría voz de la grabación respondió: “El saldo de su amigo se ha agotado”.
“Puta madre” fue mi respuesta mental. Hasta que me pagaran volvería a tener modo de hablar o mandar mensajes.

En la tarde, el rumor era grande.
Nadie quería decirlo claramente.
Todos estaban confundidos.
Los grupos, que eran muchos, rumoraban y hablaban en voz baja.
Alguien decía que los habían traicionado y me sentí con miedo.
Otros que les tendieron una trampa, yo creía que mi corazón se detendría.
Unos más que el ejército estaba buscando a los cómplices, y yo noté que mis manos temblaban.

Así que me fui, pensaba en dónde esconderme y qué hacer, si decirle a mi madre o no, si salir en silencio y a escondidas o qué. Pero no tenía dinero y Pablo no estaba para orientarme. Él tenía mucha más experiencia que yo. Ya había estado en la cárcel, acusado de sedición y quien sabe qué otras cosas más. La había librado bien. Siempre había regresado a la normal. Decía que estaba protegido. Que había gente que ayudaba en todos los casos, dentro de la policía. “No todos son cabrones” solía decir.
Me quedé dormido.

Al despertar le pedí dinero a mi madre y le puse crédito a mi celular.
Lo primero que recibí fue una fotografía, era Magdalena quien me enviaba la foto de una persona tirada en el suelo, pantalones negros a medio bajar, se veía el calzoncillo blanco y manchado, sin camisa.

El pecho con algunos bellos.
Las manos extendidas y con sangre.

El rostro…
No había ojos en esa cara, le habían arrancado cada uno de ellos y la piel… no había piel en el rostro.

El mensaje de Magdalena decía: Se los llevaron, a todos, se los llevaron y esto les hicieron.

Iban 43.



A Pablo no lo he visto más.